jueves, 5 de septiembre de 2013

ROBARON LOS RECUERDOS DE MI MADRE.





Fue difícil acepte mi madre una empleada doméstica para nuestra ayuda.
Dijo tener  tres hijos, el mayor albañil  y dos menores de edad.
Me enteró que su anterior añosa jefa viajó a  vivir  con un hijo casado en la Capital.
Acá, solo se dedicaba a servirla hasta que llegue del trabajo su hija soltera.
La senil iba a ser mejor cuidada en Quito y prescindió de sus atenciones, manifestó.

Era separada de su marido, no tenía como alimentar a sus dos hijos escolares.
Reflejaba  estar desamparada la cuarentona, sus ojos pedían a gritos trabajo.
El hambre  de la abandonada y la necesidad  por quien me auxilie se encontraron. 
Pensé que Dios se había apiadado de esta casa y ahora tendría más tiempo para mí trabajo.
Tácitamente la contraté: atender a mi madre en su totalidad, pero hasta las 3 pm, condicionó.
Ahora, tres personas conformaban nuestro hogar: mi madre, la cuidadora y yo.

Mi madrecita  al inicio fue muy cauta, como toda dueña de casa frente a una extraña.
Las tareas básicas eran: hacernos el desayuno,  el almuerzo y dejar preparada la merienda.
También le solicité acompañarla a donde ella deseé, me interesaba que caminen juntas.
Con respecto al médico y las medicinas, de eso me encargaría yo mientras esté a su lado.
Para cumplir con lo pactado dejaba anotaciones y horarios para el diario en mi ausencia.
Esa primera semana en verdad me sentí relajado, confié en ella, tomé control de mi vida.

Pasaron dos meses, relativamente  relajados, su angustia existencial aminoraba.
Digo relativo,  pues noté que mi madre adquirió un comportamiento extraño con sus cosas.
Empezó a sacar sus recuerdos y a mostrárselas a la cuidadora con su historia y con orgullo.
Las cajas de sus memorias, de sus alhajas, las cambiaba de lugar todos los días en su clóset.
El dinero, a veces, desaparecía y cuando preguntaba a la cuidadora, contestaba no saber nada.
Mi madre siempre fue solidaria y regalona, fue socia de una fundación humanitaria.
Asumí que la ayudaba, adicionalmente, a la señora,  pues diariamente  comida le regalaba.

No dudaba de ella, aunque en cierta ocasión, entrando de sorpresa,  avisté  que  ella fisgaba
en el preciso momento que mi madrecita  guardaba sus bellos recuerdos en  su clóset.
Me dejó un  sabor negativo,  pero rápidamente comprendí que más bien la vigilaba,
capaz que por sus continuas fallas de memoria no recordara donde las depositó y ella avisar.
La desconfianza hacia ella no la tenía, asumí que prefería trabajar por sus hijos y no más.

Al fin estaba tranquilo, confiando en la cuidadora, tendría más tempo para mí.
Viajé por asuntos personales y laborales  a Guayaquil...  vaticiné  me iría bien.
Pensé que ahora sí podría recuperar  a mi  propia familia dejada por cuidarla a ella.
Allá, no logré comunicarme ni con mi hija ni con su madre con quien luchamos por concebirla.
Asumo que habían acordado apartarme de sus vidas en represalia  por mi decisión anterior.
Decidieron dejarme permanentemente; yo  solo, enfrentaré  la batalla de vida con mi madre.

A mi regreso, la señora cuidadora ya se había ganado la total confianza de mi progenitora.
También, se había robado todas las joyas de valor económico y sentimental de mi madre.
Los anillos por el  aniversario de bodas de oro, regalo de sus cuatro hijos,  es su mayor dolor.
Busqué y rebusqué, prácticamente revisé toda la casa y hasta en los recovecos,
para no hacer una acusación injusta o culpar a una  sospechosa inocente; no las hallé.
Frente a tan lamentables pérdidas, mi madre me pidió la despida, acción que la tomé.
Yo, le ofrecí cuando pueda,  comprarle o reponerle todo lo perdido a mi angelical madre.

La mala acción de la cuidadora, quien no supo defenderse cual inocente, me desmoronó.
Por una parte la tragedia sentimental de mi madre y por otra me quedaba sin su ayuda.
Lo único que le pidió mi madre es la devolución de su tesoro o que se vaya para siempre.
A petición de mi madre, no la acusé legalmente por el robo de sus pocas joyas.
Al no poseer pruebas contundentes y  flagrantes, con seguridad, el juez la exculparía.
Mi madre decidió que no entre nadie más a la casa para sus cuidados, que se valía sola.
Ahora me encontraba en la misma situación inicial: ser el cuidador oficial de mi madre.

Recordé las lecciones respecto a la confianza  y a la propiedad enseñadas por mis padres:
No confiar, ciegamente, en las personas extrañas ni cercanas: cuidado la oveja sea un lobo.
Jamás me dejaban solo, ni con familiares, ni con amigos, peor con extraños.
Cuida de tus cosas apreciadas, si las prestas, me decían: te quedarás sin ellas.
Nadie cuidará mejor de tus cosas, solo su propietario por el esfuerzo que le tomó adquirirlas.
Administra bien tus bienes,  en poder y en manos de los extraños se dañan o te las roban.
Y, cuando perdía algo o me robaban, me calmaban diciéndome: ¡pronto, te lo repongo!


Franz Merino

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