Fue difícil acepte mi madre una empleada
doméstica para nuestra ayuda.
Dijo tener tres hijos, el mayor albañil y dos menores de edad.
Me enteró que su anterior añosa jefa
viajó a vivir con un hijo casado en la Capital.
Acá, solo se dedicaba a servirla hasta
que llegue del trabajo su hija soltera.
La senil iba a ser mejor cuidada en
Quito y prescindió de sus atenciones, manifestó.
Era separada de su marido, no tenía como
alimentar a sus dos hijos escolares.
Reflejaba estar desamparada la cuarentona, sus ojos
pedían a gritos trabajo.
El hambre de la abandonada y la necesidad por quien me auxilie se encontraron.
Pensé que Dios se había apiadado de esta
casa y ahora tendría más tiempo para mí trabajo.
Tácitamente la contraté: atender a mi
madre en su totalidad, pero hasta las 3 pm, condicionó.
Ahora, tres personas conformaban nuestro
hogar: mi madre, la cuidadora y yo.
Mi madrecita al inicio fue muy cauta, como toda dueña de
casa frente a una extraña.
Las tareas básicas eran: hacernos el
desayuno, el almuerzo y dejar preparada
la merienda.
También le solicité acompañarla a donde
ella deseé, me interesaba que caminen juntas.
Con respecto al médico y las medicinas,
de eso me encargaría yo mientras esté a su lado.
Para cumplir con lo pactado dejaba
anotaciones y horarios para el diario en mi ausencia.
Esa primera semana en verdad me sentí
relajado, confié en ella, tomé control de mi vida.
Pasaron dos meses, relativamente relajados, su angustia existencial aminoraba.
Digo relativo, pues noté que mi madre adquirió un
comportamiento extraño con sus cosas.
Empezó a sacar sus recuerdos y a
mostrárselas a la cuidadora con su historia y con orgullo.
Las cajas de sus memorias, de sus
alhajas, las cambiaba de lugar todos los días en su clóset.
El dinero, a veces, desaparecía y cuando
preguntaba a la cuidadora, contestaba no saber nada.
Mi madre siempre fue solidaria y
regalona, fue socia de una fundación humanitaria.
Asumí que la ayudaba, adicionalmente, a
la señora, pues diariamente comida le regalaba.
No dudaba de ella, aunque en cierta
ocasión, entrando de sorpresa, avisté que ella
fisgaba
en el preciso momento que mi madrecita guardaba sus bellos recuerdos en su clóset.
Me dejó un sabor negativo, pero rápidamente comprendí que más bien la vigilaba,
capaz que por sus continuas fallas de
memoria no recordara donde las depositó y ella avisar.
La desconfianza hacia ella no la tenía,
asumí que prefería trabajar por sus hijos y no más.
Al fin estaba tranquilo, confiando en la
cuidadora, tendría más tempo para mí.
Viajé por asuntos personales y
laborales a Guayaquil... vaticiné
me iría bien.
Pensé que ahora sí podría recuperar a mi propia
familia dejada por cuidarla a ella.
Allá, no logré comunicarme ni con mi
hija ni con su madre con quien luchamos por concebirla.
Asumo que habían acordado apartarme de
sus vidas en represalia por mi decisión
anterior.
Decidieron dejarme permanentemente; yo solo, enfrentaré la batalla de vida con mi madre.
A mi regreso, la señora cuidadora ya se
había ganado la total confianza de mi progenitora.
También, se había robado todas las joyas
de valor económico y sentimental de mi madre.
Los anillos por el aniversario de bodas de oro, regalo de sus
cuatro hijos, es su mayor dolor.
Busqué y rebusqué, prácticamente revisé
toda la casa y hasta en los recovecos,
para no hacer una acusación injusta o
culpar a una sospechosa inocente; no las
hallé.
Frente a tan lamentables pérdidas, mi
madre me pidió la despida, acción que la tomé.
Yo, le ofrecí cuando pueda, comprarle o reponerle todo lo perdido a mi
angelical madre.
La mala acción de la cuidadora, quien no
supo defenderse cual inocente, me desmoronó.
Por una parte la tragedia sentimental de
mi madre y por otra me quedaba sin su ayuda.
Lo único que le pidió mi madre es la
devolución de su tesoro o que se vaya para siempre.
A petición de mi madre, no la acusé
legalmente por el robo de sus pocas joyas.
Al no poseer pruebas contundentes y flagrantes, con seguridad, el juez la
exculparía.
Mi madre decidió que no entre nadie más
a la casa para sus cuidados, que se valía sola.
Ahora me encontraba en la misma
situación inicial: ser el cuidador oficial de mi madre.
Recordé las lecciones respecto a la
confianza y a la propiedad enseñadas por
mis padres:
No confiar, ciegamente, en las personas
extrañas ni cercanas: cuidado la oveja sea un lobo.
Jamás me dejaban solo, ni con
familiares, ni con amigos, peor con extraños.
Cuida de tus cosas apreciadas, si las prestas,
me decían: te quedarás sin ellas.
Nadie cuidará mejor de tus cosas, solo
su propietario por el esfuerzo que le tomó adquirirlas.
Administra bien tus bienes, en poder y en manos de los extraños se dañan o
te las roban.
Y, cuando perdía algo o me robaban, me calmaban
diciéndome: ¡pronto, te lo repongo!
Franz Merino